(Foto por Janson A.)

Por: José J. Rodríguez Vázquez

      A tu memoria, Jaime R.

La Universidad de Puerto Rico no es solo la principal institución de educación superior en el país –reconocimiento concedido por los demás universitarios y no por arrebatos egocéntricos– sino un territorio humano e institucional para el fortalecimiento de la cultura democrática. Basta un recorrido por su Ley, Reglamento y algunas Certificaciones para que se descubra ese espíritu de «comunidad» como horizontalidad participativa. En la formación de la Universidad y de su cultura democrática también han jugado un papel esencial las luchas laborales y estudiantiles que han hecho posible la democratización y consolidación de su personalidad, traducida en esa identidad asumida con orgullo que se llama “los universitarios”. Para los que estudian y trabajan en ella no se trata de un lugar que se visita pasajeramente para obtener un grado académico o un salario como empleado, sino de un espacio real y espiritual en el que se vive y por el que se vive. La Universidad es una comunidad imaginada y real, una representación y un ser en su hacer, a partir de deseos y acciones, que busca constantemente superarse. Por eso, la única manera que tiene de gobernarse, y no se puede olvidar que la mayoría de los que desempeñan funciones de liderato administrativo son académicos, es autogobernándose. En el organigrama institucional, los procesos de consulta y la elección de los representantes a distintas posiciones están fundamentados en el criterio de comunidad, así también las reuniones claustrales y departamentales, la Junta Universitaria –que congrega al Presidente, los Rectores de cada uno de los Recintos y los representantes docentes y estudiantiles del sistema– la Junta Administrativa, el Senado Académico y los Consejo de Estudiantes, entre otros, expresan ese proyecto.

La Universidad tiene su Facultad de docentes e investigadores y posee también un importante sector de trabajadores sin el que sus logros hubiesen sido imposibles. Recientemente, el grupo afiliado al Sindicato de Trabajadores ha exigido cambios en sus condiciones laborales y salariales, y ha decretado y llevado a cabo una huelga. Todo el mundo ha coincidido en que los trabajadores de la Universidad han quedado rezagados económicamente y que la onda inflacionaria que viene empobreciendo al país ha destrozado su capacidad adquisitiva real, haciendo sal y agua su salario nominal. Pero si todo el mundo sabe que es justo y fundamental un aumento salarial, ¿por qué no tomar decisiones para resolver lo obvio? ¿Por qué optar por el pasa manos y las promesas para luego, tras el inicio de la huelga, ahogarse en la retórica de las pérdidas reales o posibles y el señalamiento de quienes son o serán culpables de las mismas? Buscar como chivo expiatorio a los trabajadores para explicar los problemas que asedian a la Universidad es un error descabellado. Todos los miembros del Sindicato de Trabajadores y de la Hermandad de Empleados Exentos No-Docentes forman parte de la comunidad universitaria y no se trata de extraños o de esa “otra clase” enemiga que supone el discurso de la guerra entre patronos y obreros. Los trabajadores son parte indispensable de la comunidad universitaria, están identificados con ella y saben colocarla por encima de las diferencias para resolver precisamente las diferencias. En esta Institución que ha sido privada de más de la mitad de sus recursos presupuestarios en los últimos 6 años, ¿quién hacía la lista de los peligros que eso acarreaba para las acreditaciones de los programas y la salud administrativa? Si hay que identificar a los culpables de los problemas que abruman a la Universidad, no hay que mirar hacia el lado, hay que mirar para arriba y hacia las tribus políticas. Por allí pululan y los hay de todos los colores.

Por suerte, la cultura democrático-deliberativa ha prevalecido, y superado el impasse quedan las muchas tareas. Pero creo que se trata de una buena oportunidad para repensar quiénes somos porque así nos hemos hecho y queremos seguir siendo. Cuando las tensiones afloran –y éstas siempre forman parte de la realidad social y personal– es indispensable el equilibrio y en lugar de querer imponerse mediante amenazas y órdenes judiciales hay que adiestrarse en el arte de escuchar y respetar a los demás. Estas parecen ser dos simplezas, pero de la grandeza y la potencia de esas aparentes simplezas es que está hecha la Universidad y su experiencia democrática. Sí, esa Universidad que no sería lo que es sin toda esa complejidad de sus recintos, facultades, disciplinas académicas, docentes, no-docentes, estudiantes y, por supuesto, sin sus diferencias y conflictos.

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