Por Mariana González González

Me mudé a mi apartamento cuatro por cuatro pulgadas porque estaba frente a la playa. Recuerdo que me senté en el pedazo de piedra bien formada que hace de malecón y allí decidí que me mudaría. No me tomó más de cinco minutos tomar la decisión.

Creo, de hecho, que solo tuve que bajar la ventana del carro cuando me estacioné en el Último Trolley para oler la sal que traía la brisa; sí, eso bastó para imaginarme las próximas tardes tirada en aquel pedazo de arena que a partir de entonces llamaría casa.

(Foto por: Messier Torres/A Cuentagotas)

Nunca antes había estado en el Último Trolley, así que aquel febrero del 2019 se presentaba ante mí una versión sin precedente de la cola olvidada de Ocean Park. No tenía idea de cuán amplia e imponente era mi pedazo de playa antes, y la verdad me importaba muy poco. (Supongo que algunos decidimos aplazar un rato eso de hurgar en el pasado de nuestro amor recién estrenado).

La playa que tenía en el balcón mi de nueva casa contaba con la arena suficiente para ver el atardecer y el amanecer, y eso era suficiente para mí.

(Foto por: Messier Torres/A Cuentagotas)

Y así, desde un tronco que adopté en el que descansaba entre dos palmas no muy bien sincronizadas, vi el sol esconderse algunas doscientas veces y lo vi salir otras doscientas veces más. Durante largos meses compartí con esa a quien llamo “mi playita”, desde cafeína, alcohol y mosquitos, hasta otros amores que me permitió llevar a su arena. Con el tiempo también empezaron a llegar a mis oídos historias de lo que fue el Último Trolley (así la llaman los demás).

Me dijeron que cuando yo no vivía por esos alrededores, y antes de que el último huracán dejara su mal rastro, mi playita conectaba, arena con arena, con el resto de Ocean Park. Que era inmensa, me decían, y que la parcela de arena imitaba al desierto. Yo escuchaba todas estas historias, pero, claro, se me hacía imposible darle una forma distinta al caminito reducido que recorría durante las mañanas, con toalla y taza de café en mano.

Y entonces llegó octubre.

Así como un día de febrero adopté una playa con arena, otro día de octubre amanecí y no la hallé. A la velocidad de un trueno, sí… Tal como dice la ciencia que avanza el cambio climático en este mundo donde habitamos los humanos. Bastaron dos días de marejadas rabiosas para que la arena cediera y la erosión no perdonara. Vi cuando el oleaje arropó el tronco, vi cuando el malecón se escondía debajo de las olas. También vi las palmas inclinarse como cual espigas de trigo (quien pasee por allí ahora puede encontrarse con sus restos: las raíces gruesas y enredadas).

Lo que no vi venir, eso sí, era que solo me tomara nueve meses formar parte de los demás habitantes del Último Trolley. Esos que cuentan a otros recién llegados la historia de cómo fue, en un pasado cercano, aquel gran pedazo de playa.

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